Reflexión Sobre las Escrituras
Vigésimosexto domingo en tiempo ordinario (28 de septiembre)
Ez 18:25-28 Sal 125:4-9 Phil 2:1-11 ó 2:1-5 Mt 21:28-32 Muchas veces nos puede parecer injusto el proceder divino con los seres humanos y es porque, en realidad, los que somos injustos somos nosotros. Dice un refrán castellano “cree el ladrón que todos son de su condición” Esto sucede cuando proyectamos la culpa de algo a alguien, e, incluso, muchas veces echamos la culpa del mal del mundo a Dios porque siendo infinitamente bueno permite que haya sufrimiento en el ser humano. Esta actitud seudoliberadora de echar la culpa de algo al otro es una constante de la inautenticidad, de la mala fe, del comportamiento humano. Echar la culpa al otro para disculparme yo, esto es, esclavizar al otro para liberarme yo, trae como consecuencia en mí mismo aquello mismo que estoy proyectando: la esclavitud, el egoísmo, la injusticia. Cuando nos apartamos de la justicia o santidad es cuando nuestro yo, muerto a la vida espiritual por la injusticia de una seudovida material, cree que lo negativo, lo malo, lo injusto es lo que hacen los otros. Para curarnos de estas mezquindades, hagamos lo que nos dice el Apóstol: “Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir” imitando los sentimientos de Cristo que, siendo de condición divina no hizo alarde de ello, sino que, despojándose de su rango, tomó la condición humana y se hizo siervo de los hombres, rebajándose, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Nuestro comportamiento espiritual debe ser, por tanto, este: más que humillar a los demás, será humillarme a mí mismo, más que mandar despóticamente, será obedecer amorosamente porque, como nos dice Cristo, “quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado”. |